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con frecuencia. Los esfuerzos mancomunados de sus dos insensibles hermanas y de su influyente amigo, unidos con los atractivos de la señorita de Darcy y con los placeres de Londres, podían ser demasiadas cosas—así lo temía—contra la constancia de su afecto.

En cuanto a Juana, su ansiedad por esta duda era, como es natural, más penosa que la de Isabel; pero deseaba ocultar cuanto sentia, y por eso entre ella e Isabel jamás se aludía a semejante asunto. Pero como a su madre no la contenía igual delicadeza, apenas pasaba una hora sin que hablase de Bingley, expresando impaciencia por su llegada o pretendiendo que Juana confesara que si no volvía debía juzgarse malísimamente tratada. Requeríase toda la suavidad de Juana para soportar esas cargas con mediana tranquilidad.

Collins regresó con gran puntualidad del lunes en quince días; pero su recibimiento en Longbourn no fué lo cordial que el de su primera llegada. Era él sobrado dichoso, sin embargo, para necesitar muchas atenciones; y por suerte de los demás, la ocupación de hacer el amor los libraba mucho tiempo de su compañía. La mayor parte del día lo empleaba en casa de los Lucas, y a veces regresaba a Longbourn sólo con el tiempo preciso para excusar su ausencia antes de que la familia se acostase.

La señora de Bennet se encontraba en verdad en el más lamentable estado. La sola mención de algo concerniente al casamiento le proporcionaba un ataque de mal humor, y a cualquiera parte que