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fuese estaba segura de oír hablar de él. La vista de la señorita de Lucas le era odiosa. Mirábala con celoso horror, como su sucesora en la casa. Siempre que venía a verlos sacaba en consecuencia que anticipaba la hora de la toma de posesión, y cuantas veces departía en voz baja con Collins estaba ella convencida de que hablaban de la propiedad de Longbourn y resolvían sacar de la casa a ella y a sus hijas en cuanto muriese el señor Bennet. Con amargura se quejaba de ello a su marido:

—La verdad, Bennet—le decía—, es muy duro pensar que Carlota Lucas ha de ser alguna vez dueña de esta casa y haya de verme yo obligada a hacerle sitio y a vivir viéndola ocupar mi puesto en ella.

—Querida, no des entrada a tan tristes pensamientos. Pensemos en cosas mejores. Lisonjeémonos con que yo te sobreviviré.

No era eso muy consolador para la señora de Bennet, y con todo, en vez de contestar, continuó:

—No puedo sufrir el pensar que hayan de poseer ellos toda esta propiedad. Si no fuera por el vínculo no lo imaginaría.

—¿Qué es lo que no imaginarías?

—No imaginaría nada en absolato.

—Agradezcamos, pues, que te veas libre de un defecto así.

—Nunca puedo agradecer nada que se refiera al vínculo. No me es dable entender cómo se puede en conciencia vincular una propiedad fuera de los