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quietud por su hermana y el resentimiento contra todos los demás. A la afirmación de Carolina de que su hermano estaba interesado por la señorita de Darcy no le daba crédito. Que estaba enamorado de veras de Juana no lo ponía en duda ahora, como no lo había puesto jamás; y aunque siempre se había sentido predispuesta a que le agradase él, no pudo pensar sin pena, y hasta sin desprecio, en esa su flojedad de carácter, en su falta de resolución, que ahora le convertía en esclavo de sus intrigantes amigos y le arrastraba a sacrificar su propia dicha al capricho de los deseos de éstos. Mas si la felicidad de él fuera lo único que se sacrificara, bien podría él jugar con ella del modo que le pareciese mejor; pero es que la de su propia hermana andaba envuelta en ello por la creencia de ella de que él estuviese enamorado. Era, en suma, un asunto en que, por mucho que se meditase sobre el mismo, todo tenía que resultar en vano. No podía Isabel pensar en otra cosa; y aunque el interés de Bingley hubiera muerto de verdad o hubiera sido contrastado por la intromisión de sus amigos; conociera él el afecto de Juana o hubiera éste escapado a su observación, cualquiera que fuese el caso, si bien su opinión sobre Bingley podría mudar según el mismo, la situación de Juana siempre resultaba idéntica, su tranquilidad quedaba herida.

Un día o dos pasaron antes de que Juana tuviera valor para revelar sus sentimientos a Isabel; mas, al cabo, habiéndolas dejado solas la señora de Bennet tras una carga más pesada que de ordinario