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sobre Netherfield y su dueño, no pudo evitar el decir:

—¡Ojalá mi madre tuviera más dominio sobre sí!; no puede formarse idea de la pena que me causa con sus reflexiones sobre él. Mas no quiero consumirme. Le olvidaré, y seremos lo que éramos antes.

Isabel miró a su hermana con incrédula solicitud, pero nada dijo.

—¿Lo dudas? —exclamó Juana ligeramente ruborizada—. Cierto que tienes razón. Podrá vivir en mi recuerdo como el más amable de mis conocidos, pero eso será todo. Nada tengo que esperar, ni nada que temer, ni nada tampoco que reprocharle. Gracias a Dios, no tengo esa pena. Por consiguiente, que pase algún tiempo, y probaré a quedar lo mejor que pueda.

Con voz más fuerte añadió después:

—Tengo el consuelo de que eso no haya sido sino un error de imaginación por mi padre y que no ha acarreado perjuicio sino a mí misma.

—Querida Juana —exclamó Isabel—, eres demasiado buena. Tu dulzura y desinterés son en verdad angelicales; no sé qué decirte. Siento como si nunca te hubiera hecho justicia ni amado como te mereces.

Juana negó con decisión que poseyese ninguna clase de mérito extraordinario, rechazando el elogio nacido del sincero afecto de su hermana.

—No —dijo Isabel—; eso no está bien. Tú tienes por respetable a todo el mundo y te ofendes si hablo mal de alguien. Yo tengo por perfecta sólo a ti, y tú