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en el curso de su correspondencia con Juana e Isabel, dió a su hermana una respuesta somera y cambió la conversación por compasión hacia sus sobrinas; al hallarse luego sola con Isabel habló más del asunto.

—¿Conque habría sido una boda muy apetecible para Juana?—díjole. Me duele que se haya desarreglado. ¡Pero esas cosas ocurren tan a menudo! Un joven como me pintas al señor Bingley se enamora con facilidad de una muchacha bonita para unas pocas semanas, y cuando por una casualidad se separan, la olvida también con igual facilidad; esa clase de inconstancias es muy frecuente.

—En casos así existe un excelente consuelo—repuso Isabel—; mas eso no reza con nosotras. A nosotras no nos ha dañado ninguna casualidad; no ha ocurrido sino la interposición de amigas que pretenden persuadir a un joven independiente a que no piense más en una muchacha a quien amaba con vehemencia sólo pocos días antes.

—Pero es que esa expresión vehemencia de amor es tan usada, tan ambigua, tan indefinida, que no me dice nada. Lo mismo se aplica a sentimientos que brotan sólo de media hora de conocimiento que a afectos reales y profundos. Explícame cómo era la vehemencia del amor del señor Bingley.

—Nunca he visto inclinación que prometiera más. Estaba él de continuo sin atender a las otras y en absoluto dedicado a Juana. Cada vez que se veían resultaba eso más cierto y patente. En su propio