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descubrir Bingley que su hermana estaba en la capital.

Pasaron cuatro semanas, y Juana no vió a ninguno de ellos. Trató de convencerse de que no lo sentía; pero no pudo permanecer más tiempo ciega hacia la desatención de la señorita de Bingley. Tras de esperar en casa todas las mañanas durante una quincena, e inventar para aquélla una nueva excusa todas las tardes, la visita llegó al fin; mas la rapidez de la misma, y más aún la extrañeza de los modales de la visitante, no permitieron a Juana engañarse más. La carta que con ese motivo dirigió a su hermana demuestra lo que sentía:

«Segura estoy, mi queridísima Isabel, de que serás incapaz de ufanarte del buen juicio tuyo sobre mis cartas cuando te confiese que he estado engañada por completo sobre el afecto de la de Bingley hacia mí. Pero, querida hermana, aunque los hechos hayan demostrado tu razón, no me juzgues obstinada si aun afirmo que, considerando su proceder, mi confianza era tan natural como tus sospechas. Después de todo, no comprendo la razón que le asistía para desear intimar conmigo; pero si de nuevo ocurrieran las mismas circunstancias, es bien cierto que de nuevo me volvería yo a engañar. Carolina no me ha devuelto mi visita hasta ayer, y ni una esquela ni una línea suya he recibido entre tanto. Cuando vino se hacía patente que no le agradaba; dió una excusa ligera, de pura fórmula, por no haberme visitado antes; no dijo palabra de ansiar verme de nuevo, y estaba tan