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venida, e Isabel, tras de contemplarla con ansiedad, alegróse de hallarla tan sana y tan cariñosa como siempre. En la escalera había un tropel de niños y niñas cuya impaciencia por la llegada de su prima no les permitiera esperar en el salón y cuya timidez, ya que no la habían visto en un año, les vedara ir abajo. Todo era gozo y cariño. El día se pasó muy gratamente: la tarde, en corretear y recorrer tiendas, y la velada, en uno de los teatros.

Isabel halló ocasión de conversar con su tía. Su primer tema fué su hermana, y quedó más pesarosa que extrañada al oír, como contestación a sus preguntas, que aunque Juana se esforzaba de continuo en sostener su espíritu, sufría períodos de desaliento. Con todo, era razonable esperar que no seguirían. Contóle también la señora Gardiner particularidades de la visita de la señorita de Bingley a la calle de la Iglesia de la Merced, repitiéndole la plática habida entre Juana y ella, lo cual demostraba que la primera había borrado de su corazón semejante amistad.

La señora de Gardiner reanimó a su sobrina por la deserción de Wickham; mas felicitándola porque eso marchara tan bien.

—Pero, querida Isabel —añadió—, ¿qué clase de muchacha es la señorita de King? Mucho sentiría pensar que nuestro amigo se vendía.

—Díme, querida tía, ¿qué diferencia hay, en cuestiones de matrimonio, entre lo mercenario y lo prudente? ¿Dónde acaba la discreción y comienza la avaricia? La Navidad pasada temías que me casara