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con él porque eso hubiera sido imprudente, y ahora, por dirigirse a una muchacha con diez mil libras, lo tildas de mercenario.

—Si quieres decirme qué especie de muchacha es la señorita de King, sabré qué pensar.

—Creo que es muy buena muchacha. Nada malo sé de ella.

—Pero él no le dedicó la menor atención hasta la muerte del abuelo, que hizo a la misma dueña de su fortuna.

—No; ¿por qué lo había de hacer? Si no le era permitido ganar mi afecto por no tener yo dinero, ¿qué motivo había para que hiciese el amor a una muchacha de quien él por entonces no se cuidaba y que era igualmente pobre?

—Mas resulta indecoroso dirigirse a ella poco después de aquel suceso.

—Un hombre en circunstancias aflictivas no tiene tiempo para ese decoro elegante a que otros pueden atender. Si ella no se lo reprocha, ¿a qué hacerlo nosotros?

—El que ella no se lo reproche no le justifica a él. Sólo muestra la deficiencia que ella padece, sea de pesquis, sea de sentimiento.

—Bien —exclamó Isabel; será como quieres. Serán, él, mercenario, y ella, loca.

—No, Isabel; no pretendo eso. Ya sabes cuánto me dolería pensar mal de un joven que ha vivido tanto tiempo en el condado de Derby.

—¡Oh! Si eso es todo, tengo yo muy mala opinión de los jóvenes que viven en ese condado, y sus ínti-