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su destreza en guiar y su compostura en tratar a su marido, reconociendo que todo lo hacía muy bien. Hubo de pensar a la par en cómo pasarían los días de su visita, en el conjunto todo de las ocupaciones ordinarias que tendrían, en las molestas interrupciones de Collins y en la alegría que podría brindar el trato con los de Rosings. Su viva imaginación lo determinó todo al punto.

Hacia mitad del siguiente día, cuando estaba en su cuarto dispuesta a ir a paseo, un repentino ruido que se percibió abajo pareció poner en confusión a toda la casa, y tras de escuchar un momento, oyó que alguien subía la escalera con gran apresuramiento y la llamaba en alta voz. Abrió la puerta y se encontró en el corredor con María, quien, falta de aliento y con agitación, exclamó:

—¡Oh mi querida Isabel! ¡Date prisa y vé al comedor, porque hay algo que ver allí! No puedo decirte qué es. Date prisa y baja al momento.

En vano preguntó Isabel. María no quiso decirle más, y ambas corrieron al comedor, situado frente al camino, para ver la maravilla. En total, eran dos señoras paradas a la puerta del jardín, en un faetón bajo.

―¿Y eso es todo? ―exclamó Isabel―. ¡Esperaba por lo menos que los lechoncillos hubieran entrado en el jardín, y no es sino lady Catalina con su hija!

―¡Oh! querida ―repuso María extrañadísima de la equivocación―, no es lady Catalina. La anciana es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mira sólo a ésta. Es en ab-