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de la sola majestad del dinero y del rango le era dado ser testigo sin turbación.

Desde el vestíbulo de entrada, del cual Collins hizo notar con entusiasmo las armoniosas proporciones y el delicado ornato, siguieron a los criados, a través de una antecámara, a la habitación donde lady Catalina, su hija y la señora Jenkinson se encontraban. Su Señoría, con gran amabilidad, se levantó para recibirlos, y como la señora de Collins había acordado con su marido que el oficio de la presentación le correspondía, se hizo ésta de conveniente manera, sin ninguna de aquellas excusas ni de aquel agradecimiento que él habría juzgado necesarios.

A pesar de haber estado en St. James, sir Guillermo quedó tan por completo admirado de la grandeza que le rodeaba, que apenas tuvo valor para una muy profunda cortesía, y se sentó sin decir palabra; y su hija, asustada y como fuera de sí, sentóse también en el borde de una silla, sin saber a dónde mirar. Isabel permanecía en escena totalmente tranquila y pudo observar con calma a las tres damas que tenía ante sí. Lady Catalina era mujer muy alta y gruesa, de facciones fuertemente marcadas, que pudieron haber sido bellas en sus tiempos. Su aire no era atrayente ni sus modales al recibirlos propios para hacer olvidar a sus visitantes su inferior jerarquía. No era terrible cuando guardaba silencio; pero lo que decía lo decía con tono tan autoritario que hacía resaltar su importancia, lo cual trajo al instante a Wickham ante la mente