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de Isabel; y de sus observaciones de toda la velada sacó ésta que lady Catalina era punto por punto como aquél la había retratado.

Cuando, tras de examinar a la madre, en cuyo aspecto y proceder pronto descubrió semejanza con Darcy, volvió los ojos a la hija, casi se asombró tanto como María de verla tan delgada y menuda. Ni en la figura ni en el rostro había la más leve semejanza entre las dos. La señorita de Bourgh era pálida y enfermiza; sus facciones, aunque no ordinarias, eran insignificantes, y hablaba poco, excepto, en voz baja, con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto nada había de notable y que estuvo por completo entregada a escuchar lo que aquélla le decía y a colocar una pantalla ante sus ojos en dirección conveniente.

Tras de permanecer sentada unos minutos, fueron guiados todos a una de las ventanas, para admirar el panorama, cuyas bellezas apuntó Collins, informándoles amablemente lady Catalina de que era mucho mejor vista la del verano.

La comida fué sobremanera grandiosa, y en ella se vieron todos los criados y toda la vajilla de plata que Collins había prometido; y, cual probablemente había pronosticado, sentóse él a la cabecera de la mesa, a requerimientos de Su Señoría, pareciéndole entonces como si la vida nada pudiese brindar mejor. Trinchaba, comía y alababa todo con deliciosa vivacidad, y cada plato era ponderado primero por él y luego por sir Guillermo, que se hallaba ya lo suficiente reportado para ser el eco de cuanto