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decía su yerno, de tal modo, que Isabel se admiraba de que lady Catalina los pudiese sufrir. Pero lady Catalina parecía satisfecha con esa excesiva admiración y sonreía graciosamente, en especial cuando algún plato resultaba novedad para aquéllos. Los demás no conversaban mucho. Isabel hallábase dispuesta a hablar en cuanto se diera oportunidad; mas estaba sentada entre Carlota y la señorita de Bourgh, la primera de las cuales se dedicaba a escuchar a lady Catalina, al paso que la segunda no soltó prenda en toda la comida. La señora Jenkinson se ocupaba sobre todo en vigilar la alimentación de la señorita de Bourgh, invitándola a que tomase de algún otro plato y temiendo que estuviese indispuesta. María pensaba que debía callar, y los caballeros no hacían sino comer y expresar su admiración.

Cuando las señoras salieron al salón poco hubo que hacer en él fuera de escuchar la charla de lady Catalina, que duró sin descanso hasta que llegó el café, dando a conocer su opinión sobre toda clase de asuntos, de modo tan resuelto que revelaba cuán poco hecha estaba a que sus juicios se controvertiesen. Interrogó familiar y minuciosamente sobre los quehaceres domésticos de Carlota, dándole multitud de avisos para el desempeño de todos ellos; díjole cómo todo debía regularse en familia tan corta como la suya, y la instruyó hasta sobre el cuidado de sus vacas y gallinas. Isabel notó cómo nada se ofrecía a la atención de tan gran señora que no le suministrase ocasión de dar preceptos