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―No; nada en absoluto.

―¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes?

―Ninguna.

―Es muy raro. Mas supongo que no habrán tenido ocasión. Su madre de ustedes debiera haberlas llevado a la capital todas las primaveras para poder tener buenos maestros.

—Mi madre no se habría opuesto; pero mi padre odia Londres.

—¿Las ha dado de alta a ustedes su institutriz?

―Nunca tuvimos institutriz.

―¡Sin institutriz! ¿Cómo ha sido posible? ¡Cinco hijas educadas en casa, sin institutriz! Jamás oí nada por el estilo. Su madre de ustedes habrá tenido que ser una verdadera esclava para educarlas.

Isabel con dificultad pudo evitar una sonrisa al asegurarle que la cosa no había sido así.

―Entonces, ¿quién les enseñó a ustedes? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz, tuvieron ustedes que estar abandonadas.

―En comparación con ciertas familias, creo que lo estábamos; pero a aquella de nosotras que deseó aprender nunca le faltaron medios. Siempre se nos excitaba a leer, y teníamos cuantos maestros eran precisos. Verdad es que quienes preferían estar ociosas podían estarlo.

―¡Ah, no hay duda!; pero eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiera conocido a su madre de usted le habría aconsejado con insistencia tomar una. Siempre sostengo que en ma-