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cosa corriente. Mientras sir Guillermo estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a sacarlo en su cochecillo y mostrarle la campiña; mas cuando se marchó, toda la familia volvió a sus habituales tareas; alegrándose Isabel de que la mudanza de vida no les hiciese ver aún más a su primo, porque la mayor parte del tiempo entre el almuerzo y la comida lo pasaba éste o trabajando en el jardín, o leyendo, o escribiendo, o mirando a través de la ventana de su biblioteca, que daba sobre el camino. El cuarto donde solían estar las señoras daba a la parte posterior. Al principio extrañaba Isabel que Carlota no prefiriese para ese uso común el corredor, pieza mayor y de mejor aspecto; mas pronto vió que su amiga estaba acertada al obrar así, pues Collins se habría quedado mucho menos en su aposento si ellas hubieran usado otro tan alegre, y dió la razón a Carlota por su proceder.

Desde ese salón no podían distinguir nada de la pradera, y por eso eran siempre deudoras a Collins del conocimiento de los coches que pasaban, y en especial de lo a menudo que la señorita de Bourgh lo hacía en su faetón, cosa que jamás dejaba de comunicarles, aunque acaeciese casi todos los días. No pocas veces se detenía ella en la abadía, conversando unos minutos con Carlota; pero con dificultad se la convencía de que saliese del carruaje.

Muy pocos días pasaban sin ir Collins de paseo a Rosings, y no muchos sin que su mujer juzgase necesario hacer lo propio, y hasta que Isabel recordó que podía haber otra familia dispuesta a lo mismo