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no pudo comprender el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando honrábaseles con una visita de Su Señoría, a quien nada de cuanto acaecía en el salón pasaba inadvertido durante semejantes visitas. Observaba, en efecto, sus ocupaciones, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo; hallaba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en la criada; y si aceptaba algún piscolabis, parecíalo hacer sólo para encontrar que las lonjas de carne de los Collins eran sobrado grandes para su familia.

Pronto se percató Isabel de que aun no estando la paz del condado encomendada a esa gran señora, era muy activa magistrada en su propia parroquia, cuyos más minuciosos asuntos le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los aldeanos salía pendenciero o se mostraba descontento o se sentía demasiado pobre, se personaba aquélla en el lugar oportuno a zanjar aquellas diferencias o acallar esas quejas, procurando armonía o abundancia.

El convite para comer en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir Guillermo, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre igual. Sus restantes invitaciones eran escasas, pues el modo de vivir de la vecindad en general era distinto del de los Collins. Eso no era, con todo, ningún mal para Isabel, quien de ordinario pasaba bastante bien las horas; tenía ratos de amena plática con Carlota, y como el tiempo era hermosísimo para la estación, disfrutaba con frecuencia de esparcimiento