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La última semana habían visto poco así a lady Catalina como a su hija. El coronel Fitzwilliam había visitado la abadía más de una vez durante ese tiempo; mas a Darcy sólo se le había visto en la iglesia.

La invitación quedó desde luego aceptada, y a la hora oportuna se unieron ellos a la partida en el salón de lady Catalina. Su Señoría los recibió con atención; pero se hacía patente que su compañía no le era de ningún modo tan aceptable como cuando no tenía a nadie más; y, en efecto, estuvo muy dedicada a sus sobrinos, hablándoles, y con especialidad a Darcy, mucho más que a cualquiera otra persona del salón.

El coronel Fitzwilliam parecía satisfecho de verdad de verlas; cualquiera cosa servíale en Rosings de alivio y era bien recibida, y la bella amiga de la señora de Collins había cautivado mucho su fantasía. En esta ocasión se sentó a su lado, y habló tan agradablemente de Kent y de Herford, de sus viajes y de su estancia en casa, de libros nuevos y de música, que Isabel nunca se había entretenido antes ni la mitad en aquel salón; y conversaron por eso con tal ingenio y efusión que atrajeron la atención de la propia lady Catalina lo mismo que la de Darcy. Las miradas de éste habían convergido pronto y repetidas veces hacia ellos con curiosidad; y que Su Señoría participó, tras un rato, del mismo sentimiento reconocióse con mayor claridad al no tener escrúpulo en decir:

―¿Qué es lo que dices, Fitzwilliam? ¿De qué es-