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practica más; y aunque la señora de Collins no tiene piano, será aquélla muy bien venida, cual le he dicho otras veces, si visita a Rosings todos los días y toca el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. Ya sabéis que en esa parte de la casa no molestará a nadie.

Darcy pareció algo corrido de la mala educación de su tía y no contestó.

Cuando se hubo tomado el café, el coronel Fitzwilliam recordó a Isabel que le había prometido tocar, y ella se sentó inmediatamente al piano. El puso su silla a su lado. Lady Catalina escuchó la mitad de la canción y después siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que éste, dejándola y moviéndose con su habitual cautela hacia el piano, se estacionó de modo que dominase el aspecto de la bella ejecutante. Isabel notó lo que él hacía, y a la primera pausa oportuna le dirigió una sonrisa más que regular y le dijo:

―¿Cree usted asustarme, señor Darcy, con venir de esa manera a oírme? Pues yo no me alarmo aunque su hermana de usted toque tan bien. Es terquedad mía el no poder jamás asustarme a voluntad de otros. Mi valor crece siempre a cada tentativa de intimidarme.

―No diré a usted que se haya equivocado ―replicó él―, porque no puede usted creer de mí en realidad el deseo de azorarla; y he tenido el placer de conocerla suficiente tiempo para saber que encuentra usted gran contento en profesar en ocasiones opiniones que de hecho no son las suyas.