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baile. Bien, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos aguardan las órdenes de usted.

―Acaso ―añadió Darcy― habría sido juzgado mejor si hubiera pretendido presentación; pero no sirvo para recomendarme a personas desconocidas.

―¿Vamos a preguntar a su prima la razón de eso? ―dijo Isabel dirigiéndose todavía al coronel Fitzwilliam―. ¿Le preguntamos cómo un hombre de talento y educación, y que ha vivido en el mundo, no sirve para recomendarse por sí a los desconocidos?

―Yo puedo responder a esa pregunta ―dijo Fitzwilliam― sin interrogarle a él. Eso es porque no quiere tomarse esa molestia.

―Cierto ―dijo Darcy― que no poseo el talento de otros de conversar con facilidad con aquellos a quienes nunca he visto. No puedo hacerme a esa especie de conversación ni parecer interesado en sus cosas, como se ve a menudo.

―Mis dedos ―dijo Isabel― no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto hacerlo a muchas mujeres; no tienen la misma fuerza y agilidad que los de éstas, y no pueden producir igual impresión. Pero siempre he supuesto que era culpa mía, por no haberme querido tomar la pena de hacer ejercicios. No es que no sean mis dedos tan a propósito como los de otra mujer cualquiera de buena ejecución.

Darcy sonrió y dijo:

―Tiene usted razón en absoluto. Ha empleado usted el tiempo mucho mejor. Nadie que sea ad-