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pasaje que delataba no haber sido escrita de buen humor, cuando, en vez de verse sorprendida de nuevo por Darcy, notó, al levantar la vista, que se encontraba con el coronel Fitzwilliam. Retirando al punto su carta y simulando una sonrisa dijo:

―Nunca he sabido hasta ahora que paseaba usted por este camino.

―He estado dando la vuelta al parque ―replicó él―, como por lo común lo hago todos los años, y pensaba terminarla con una visita a la abadía. ¿Va usted muy lejos?

―No; iba a volver al momento.

Y así, en efecto, dió la vuelta y marcharon juntos a la abadía.

―¿Deja usted Kent el sábado de seguro? ―dijo ella.

―Sí, si Darcy no difiere de nuevo la partida. Pero estoy a sus órdenes; él dispondrá lo que le plazca.

―Y si no sale contento con lo que dispone, por lo menos tendrá el gusto de poder elegir. No conozco a nadie que parezca gozar de la facultad de hacer lo que quiere sino el señor Darcy.

―Gústale seguir su camino ―replicó el coronel Fitzwilliam―. Mas así hacemos todos. Sólo que él posee más medios de hacerlo que otros muchos, porque es rico y otros varios somos pobres. Hablo con el corazón. Usted sabe que un segundón tiene que habituarse a la dependencia y a negarse a sí propio.

―En opinión mía, un segundón de un conde debe conocer poco esas cosas. Vamos, en serio, ¿qué sabe