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él era la causa; que su orgullo y su capricho eran los causantes de cuanto Juana había sufrido y seguía sufriendo todavía. El había disipado para mucho tiempo toda esperanza de felicidad en el más amable y generoso corazón del mundo, sin que nadie pudiera calcular cuánto daño había causado.

Que «había algunas objeciones de peso contra la señoritas», tales habían sido las palabras del coronel Fitzwilliam, y esas objeciones serían probablemente que tenía un tío procurador de pueblo y otro negociante en Londres.

«Contra la propia Juana ―exclamaba― no había posibilidad de objeción, ¡todo amabilidad y ternura como es! Su entendimiento es excelente; su talento, grande; sus modales, cautivadores. Nada podía decirse de su padre, quien, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaba el propio Darcy y respetabilidad que éste acaso nunca alcanzase.» Cuando pensó en su madre, cierto que su confianza vaciló un poco; mas no pudo conceder que ninguna objeción pudiera ser de peso para Darcy, cuyo orgullo ―de ello estaba persuadida― habría recibido más profunda herida con la falta de importancia de los parientes de su amigo que con la carencia de sentido; y quedó al fin convencida en absoluto de que él había sido guiado en parte por el peor género de orgullo y en parte también por su deseo de conservar a Bingley para su hermana.

La agitación y las lágrimas que esto le causó produjéronle dolor de cabeza, y aumentó éste tanto hacia la tarde que, sumada su dolencia con su deseo