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las que alcanzaba. Isabel, fácil y sin afectación, había sido escuchada con mayor agrado, aun no tocando ni la mitad de bien; y María, al fin de un largo concierto, se tuvo por feliz con escuchar elogios por los aires escoceses e irlandeses tocados a ruegos de sus hermanas menores, quienes, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales, se habían reunido ansiosamente para bailar en un extremo del salón.

Darcy permaneció cerca de ellos en silencio, indignado con semejante manera de pasar la velada, prescindiendo de toda conversación; y se hallaba demasiado embebido en sus propios pensamientos para notar que sir Guillermo Lucas era su vecino, hasta que este señor comenzó a decirle así:

—¡Qué encantadora diversión para los jóvenes, señor Darcy! Después de todo, no hay nada como bailar. Tengo el baile por uno de los primeros refinamientos de las sociedades cultas.

—Cierto, señor; y posee también la ventaja de estar en boga entre las menos cultas del mundo. Todos los salvajes saben bailar.

Sir Guillermo se limitó a sonreír.

—Su amigo de usted lo hace deliciosamente —siguió diciendo tras una pausa, al ver a Bingley en el grupo—, y no dudo de que usted mismo, señor Darcy, será aficionado a ese ejercicio.

—Me parece que me vió usted bailar en Meryton.

—Cierto, y me satisfizo no poco el verle. ¿Baila usted a menudo en St. James?

—No, señor; nunca.