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crueldad negarme la dicha de verte bailando, y aunque este caballero no guste de esa diversión en general, estoy seguro de que no se opondrá a complacernos durante media hora.

—El señor Darcy es la misma cortesía —dijo Isabel riéndose.

—Lo es en efecto; pero habida consideración al estímulo, querida Isabel, no hemos de admirar su complacencia, porque ¿qué se puede reprochar a una pareja así?

Isabel miró con gracia y se marchó. Su resistencia no la había indispuesto con el caballero en cuestión, y hallábase éste pensando en ella con cierta complacencia, cuando fué abordado por la señorita de Bingley:

—¿A que adivino lo que piensa usted?

—No lo creo.

—Está usted pensando en cuán insoportable sería pasar todas las veladas de este modo, entre semejante sociedad, y soy en absoluto de su opinión. ¡Jamás he estado más aburrida! ¡Qué insípidas son estas gentes, y, a pesar de ello, qué ruido meten!; ¡qué insignificantes son, y, con todo, qué tono se dan! ¡Qué daría por oír sus juicios de usted acerca de ellos!

—Está usted por completo equivocada, se lo aseguro a usted. Mi mente estaba ocupada de modo más grato. Pensaba en el placer que procuran dos hermosos ojos en el rostro de una mujer bonita.

La señorita Bingley le miró con atención, mani-