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nocerlos a ellos mismos. El señor Philips los invitó a todos, y eso procuró a sus sobrinas una suerte de felicidad que antes no conocían. No podían hablar sino de oficiales, y la pingüe fortuna del señor Bingley no valía a sus ojos nada en comparación con los uniformes de un abanderado.

Una mañana, tras de escuchar sus entusiasmos acerca de esto, observó fríamente el señor Bennet:

—De cuanto puedo colegir de vuestro modo de hablar, debéis ser ambas las más necias muchachas de la comarca. Hace tiempo que lo sospechaba; pero ahora me convenzo de que es así.

Catalina quedó desconcertada con eso y no contestó. Lydia, con absoluta indiferencia, continuó expresando su admiración por el capitán Carter y su esperanza de verle aquel día, ya que se iba la mañana siguiente a Londres.

—Me asombra, querido —dijo la señora de Bennet—, que estés tan predispuesto a hablar de la necedad de tus propias hijas. Si yo hubiera de despreciar las de alguien, no serían éstas las mías.

—Si mis hijas son necias, habré de conocerlo siempre.

—Sí; pero el caso es que todas son muy listas.

—Me lisonjeo de que éste es el único punto en que no estamos de acuerdo. Creo que nuestros sentimientos coinciden en todo; pero tengo que separarme de ti en pensar que nuestras dos hijas menores están por completo locas.

—Querido Bennet, no has de pretender que unas muchachas así tengan el seso que su padre y su ma-