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pueda tras de recibir ésta. Mi hermano y los demás señores están a comer con los oficiales.

De usted afectísima,

Carolina Bingley.»


—¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—; me admira que mi tía no nos haya hablado de eso.

—Comer fuera —dijo el señor Bennet— es una desgracia.

—¿Puedo disponer del coche? —preguntó Juana.

—No, querida mía, y harás mejor en ir a caballo, pues parece que va a llover, caso en el cual tendrás que quedarte allí toda la noche.

—Sería vergonzoso —exclamó Isabel— que no se brindasen a enviarla a casa.

—¡Oh!, pero los caballeros tendrán ocupado el coche del señor Bingley para ir a Meryton, y los Hurst no tienen caballos.

—Mejor iría en el coche.

—Sí, querida; pero estoy segura de que tu padre no puede ceder los caballos. Se necesitarán en la granja, ¿no es así, Bennet?

—Se necesitan allí más veces de las que los puedo enviar.

—Pero aunque los hayas enviado hoy —dijo Isabel—, puedes contestar a mi madre.

Por fin arrancó a su padre la confesión de que los caballos del coche estaban ocupados; Juana se vió obligada por eso a ir montada, y su madre la despidió a la puerta con muy cariñosos pronósticos de mal tiempo. Sus temores se confirmaron; no se ha-