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minó a ir allí aun sin tener coche, y como no montaba a caballo, su único recurso era ir a pie. Declaró su resolución.

—¿Cómo puedes ser tan necia —exclamó su madre que pienses en eso con semejante barro? No se te podrá mirar cuando llegues allá.

—Estaré muy bien para ver a Juana, que es cuanto necesito.

—¿Es eso, Isabel, una insinuación para que envíe por los caballos?

—No, por cierto. No pretendo ahorrarme el paseo. La distancia no es nada teniendo interés: sólo tres millas. Estaré de regreso para comer.

Admiro lo activa que es tu benevolencia —observó María—; mas todo impulso del sentimiento ha de ser dirigido por la razón; y en opinión mía, el esfuerzo debe ser proporcionado a lo que se pretende.

—Iremos hasta Meryton contigo —dijeron Catalina y Lydia. Isabel aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas.

—Sí, vamos aprisa —dijo Lydia mientras caminaban—; acaso veamos algún momento al capitán Carter antes de que se marche.

En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales, e Isabel continuó sola su paseo, atravesando tranquila campo tras campo y saltando sobre vallas y lodazales con impaciente viveza hasta encontrarse a la postre a vista de la casa, fatigada, con las medias mojadas y el rostro encendido por el ejercicio.