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—Estoy asombrado—dijo Bingley—de que las muchachas tengan paciencia para hacerse tan completas como son todas.

—¡Completas todas las muchachas! Querido Carlos, ¡qué dices?

—Sí, creo que todas lo son. Todas pintan, cubren biombos y hacen bolsillos de malla. Apenas conozco una que no sepa hacer todas esas cosas, y estoy seguro de no haber oído hablar de una muchacha por primera vez sin quedar informado de que era muy completa.

—Tu lista de la extensión ordinaria de las perfecciones es sobrado verídica—dijo Darcy—. Se aplica aquella palabra a muchas mujeres que no la merecen sino por hacer bolsillos de malla o tapizar un biombo. Pero estoy lejos de convenir contigo en tu apreciación de las muchachas en general. No puedo jactarme de conocer sino una media docena, entre todas mis conocidas, que sean verdaderamente completas.

—Ni yo, a buen seguro—repitió la señorita de Bingley.

—En ese caso—observó Isabel—tiene usted que comprender muchas cosas de su concepto de mujer completa.

—Sí, comprendo muchas cosas en él.

—¡Oh!, cierto—exclamó su fiel asistenta—. No debe ser tenida por completa quien no sobrepasa en mucho lo que de ordinario se ofrece. Una mujer debe tener cabal conocimiento de la música, del canto, del dibujo, del baile y de las lenguas moder-