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nas para merecer aquel dictado; y además de todo eso, ha de poseer algo indecible en su aire, en su modo de andar, en el tono de su voz, en su trato y en sus expresiones; de otro modo, la calificación no la merecerá sino a medias.

—Todo eso debe poseer —añadió Darcy—, y a todo ello hay que sumar algo más substancial con el desarrollo de su inteligencia por medio de abundante lectura.

—No me extraña ya que sólo conozca usted seis mujeres completas. Antes bien me admira que conozca usted alguna.

—¿Tan severa es usted con su propio sexo que dude usted de la posibilidad de todo aquello?

—Yo jamás he visto una mujer así; nunca tal capacidad, gusto, aplicación y elegancia como usted dice.

Tanto la señora de Hurst como la señorita de Bingley protestaron contra la injusticia de su desconfianza, y estaban asegurando que conocían muchas mujeres que correspondían al tipo referido, cuando el señor Hurst las llamó al orden, lamentándose con amargura de que desatendiesen lo que estaban haciendo. Como con eso se terminó la conversación, Isabel abandonó la sala poco después.

—Isabel Bennet —dijo la señorita de Bingley cuando se cerró la puerta tras aquélla— es una de esas muchachas que tratan de recomendarse al otro sexo rebajando el suyo propio; y estoy por decir que con muchos hombres se obtiene buen éxito con ese sistema; mas, en mi sentir, eso es una treta mezquina, de baja estofa.