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Todo el mundo se quedó sorprendido, y Darcy, tras de mirarla por un momento, se volvió silenciosamente. La señora de Bennet, que imaginó haber obtenido completa victoria, continuó, diciendo triunfante:

—Por mi parte, no creo que Londres lleve ninguna ventaja al campo, fuera de las tiendas y los sitios públicos. El campo es mucho más grato. ¿No es así, señor Bingley?

—Cuando estoy en el campo contestó éste— nunca deseo dejarlo, y cuando me hallo en la capital me sucede lo propio. Cada una de esas cosas tiene sus ventajas, y puedo ser por igual feliz en cualquiera.

—¡Ah!, eso es porque usted posee buen humor; pero aquel caballero —dijo mirando a Darcy— parece que opina que el campo no vale nada.

—Estás muy equivocada, mamá— dijo Isabel, sonrojada por causa de su madre—. No entiendes nada al señor Darcy. Sólo afirma que no hay en el campo tanta variedad de gentes como en la ciudad, lo cual has de reconocer como evidente.

—Cierto, querida; nadie ha dicho que la haya; pero en cuanto a no tener aquí muchos vecinos, yo creo que hay pocas vecindades mayores. Recuerdo haber comido con veinticuatro familias.

Sólo la consideración a Isabel pudo hacer que Bingley se contuviera. Su hermana era menos delicada, y dirigió su mirada a Darcy con expresiva sonrisa. Isabel, tratando de decir algo que cambiase de rumbo el pensamiento de su madre, le pregun-