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tó si Carlota Lucas había estado en Longbourn después de salir ella de allí.

—Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué agradable es sir Guillermo!; ¿no es así, señor Bingley? ¡Siempre tan a la moda, tan complaciente y tan sencillo! En cualquiera ocasión tiene algo que decir a todos. Esa es mi idea de la buena educación; yerran quienes se creen muy importantes y jamás abren la boca.

—¿Comió Carlota con vosotros?

—No, se fué a casa; creo que se la necesitaba para el pastel de picadillo. En cuanto a mí, señor Bingley, siempre tomo sirvientes que sepan hacer su oficio; mis hijas están educadas de otro modo. Pero todas deben ser juzgadas por lo que son, y las Lucas son excelentes muchachas, lo aseguro. ¡Es lástima que no sean guapas! A Carlota no la tengo por muy vulgar; pero además es particular amiga nuestra.

—Parece una joven muy agradable —dijo Bingley.

—¡Oh, sí, querido!; pero habrá usted de confesar que es poco sobresaliente. La propia lady Lucas me lo ha dicho, envidiándome la hermosura de Juana. No me gusta elogiar a mis propias hijas; pero es bien cierto que no se ven a menudo muchachas de mejor aspecto que Juana. Cuando sólo tenía quince años había un caballero en la capital, en casa de mi hermano Gardiner, tan enamorado de ella que mi cuñada estaba segura de que se le declararía antes de nuestro regreso. Con todo, no lo hizo. Acaso pensara que era demasiado joven. Pero le escribió unos versos, y muy bonitos.

—Y en eso acabó su afecto —dijo Isabel impa-