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ciente—. Yo creo que más de uno ha triunfado por esa senda. Admiro a quien descubrió la eficacia de la poesía para estimular el amor.

—Yo he solido considerar la poesía como el alimento del amor —dijo Darcy.

—Puede que lo sea de un amor verdadero, fuerte y vigoroso. Cualquiera cosa fomenta lo que de por sí ya es fuerte. Pero si se trata de una leve, de una débil inclinación, estoy convencida de que un buen soneto la hará desaparecer de raíz.

Darcy se limitó a sonreírse; mas el silencio general que siguió hizo temer a Isabel que su madre volviese a ponerse en evidencia. Continuó, pues, hablando, pero no se le ocurría nada que decir; y así, tras una corta pausa, la señora de Bennet comenzó a repetir su agradecimiento a Bingley por su amabilidad con Juana, acompañándolo con unas excusas capaces de poner a él y a Isabel en turbación. Bingley le contestó con cortesía y sin afectación, obligando a su hermana menor a ser igualmente cortés y decir lo que la ocasión requería. Representó ésta su papel sin salirle de muy adentro; pero la señora Bennet quedó satisfecha, y poco después pidió su carruaje. A esa señal, la más joven de sus hijas se decidió a hablar. Habían estado las dos muchachas cuchicheando entre sí durante toda la visita, y el resultado fué que la menor recordase a Bingley que había prometido en su primera venida al campo dar un baile en Netherfield.

Lydia era una muchacha de quince años, robusta y crecida, de buena complexión y alegre aspecto.