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Era la favorita de su madre, cuyo afecto la había sacado al mundo a tan temprana edad. Tenía viveza y algunas pretensiones, las cuales habían afirmado por completo las atenciones de los oficiales, a quienes las buenas comidas de sus tíos y sus propios fáciles modales la recomendaban. Era muy natural, pues, que se dirigiera a Bingley recordándole su promesa y añadiendo que sería la cosa más vergonzosa del mundo no cumplirla. La contestación a ese repentino ataque sonó deliciosamente a los oídos de la madre.

—Aseguro a usted que estoy por completo dispuesto a cumplir mi compromiso, y en cuanto su hermana de usted esté repuesta, usted misma, si gusta, señalará el día del baile. Pero usted no querrá bailar mientras su hermana esté mala.

Lydia se dió por satisfecha.

—¡Oh!, sí; será mucho mejor esperar a que Juana esté bien, y para entonces el amabilísimo capitán Carter se hallará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile —añadió— trataré de que ellos den otro también. Y diré al coronel Forster que será una vergüenza si no lo hace.

La señora de Bennet y sus hijas se fueron entonces, e Isabel volvió al instante al lado de su hermana, dejando su conducta y la de su familia sujetas a las observaciones de las dos señoras y de Darcy, el último de los cuales, sin embargo, no se pudo decidir a unirse a las censuras relativas a Isabel, a pesar de cuantos chistes hizo la señorita Bingley referentes a sus bellos ojos.