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CAPITULO X

El día transcurrió lo mismo que el anterior. La señora de Hurst y la señorita de Bingley pasaron algunas horas de la mañana con la enferma, que continuaba mejorando, aunque con lentitud, y por la tarde Isabel se reunió con ellas en el salón. Pero la ordinaria mesa de juego no se puso. Darcy estuvo escribiendo, y la Bingley soltera, sentada junto a él, observaba los progresos de su escritura, llamándole repetidas veces la atención con encargos para su hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet, y la esposa del primero contemplaba la partida.

Isabel se entretuvo con cierta labor de aguja, divirtiéndose suficientemente con lo que pasaba entre Darcy y su compañera. Los perpetuos elogios de ésta, ya sobre la letra, ya sobre la igualdad de los renglones o sobre la extensión de la carta, con la absoluta falta de interés con que eran recibidas tales alabanzas, constituían un curioso diálogo y se armonizaban de modo exacto con la opinión que aquélla tenía de cada cual.

—¡Con qué placer recibirá su hermana de usted esa carta!

El no contestó.

—Escribe usted extraordinariamente aprisa.

—Se equivoca usted. Escribo bastante despacio.

—¡Cuántas cartas tendrá usted que escribir du-