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con la vanidad o con la impertinencia, que su dama de usted posee.

—¿Tiene usted más que proponerme para mi felicidad doméstica?

—¡Oh!, sí; deje usted que los retratos de sus tíos Philips se coloquen en la galería de Pemberley. Póngalos junto a su tío abuelo de usted el juez. Tienen la misma profesión, como usted sabe, sino que en diferente categoría. En cuanto a retrato de su Isabel, no debe usted permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podrá hacer justicia a sus hermosos ojos?

—Cierto que no sería fácil acertar con su expresión; pero su color, su forma y sus pestañas, tan extraordinariamente finas, podrían copiarse.

En aquel momento se encontraron con la señora de Hurst y con la propia Isabel, que venían de otro paseo.

—Ignoraba que ustedes pretendieran pasear —dijo la señorita de Bingley algo confusa por si habían sido oídos.

—Nos tratan ustedes abominablemente mal —contestó la señora de Hurst— márchándose sin decirnos que salían.

Después, tornando al brazo de Darcy, abandonó el de Isabel. El sendero permitía caminar justamente a tres. Darcy conoció lo poco a propósito que era y dijo al punto:

—Este paseo no es bastante amplio para nuestra partida. Haremos mejor en irnos a la avenida.