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felicitándola con cortesía; el señor Hurst también le hizo una ligera inclinación, diciendo que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para la felicitación de Bingley. Estuvo lleno de júbilo y pródigo en atenciones. La primera media hora la pasó avivando el fuego para que Juana no sufriese por el cambio de habitación, y ella se puso, accediendo a deseos de él, junto a la chimenea, más alejada de la puerta. Se sentó después al lado de ella, y casi no habló ya con nadie más. Isabel, mientras trabajaba enfrente, veía todo eso con gran satisfacción.

Cuando concluyeron de tomar el te, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero en vano. Había conocido bien que a Darcy no le gustaban las cartas, y el señor Hurst vió pronto rechazada hasta su clara petición. Aseguróle aquélla que nadie pensaba en jugar, y el silencio general sobre ese punto pareció justificarla. El señor Hurst no tuvo que hacer, por consiguiente, sino tenderse en uno de los divanes y dormirse. Darcy abrió un libro, la señorita de Bingley hizo lo propio, y la señora de Hurst, ocupada a solas en jugar con sus pulseras y sortijas, tomaba parte de vez en cuando en la conversación de su hermano con Juana.

La atención de la señorita de Bingley se dedicaba más a observar los progresos de Darcy en su libro que en leer el suyo propio, y estaba perpetuamente o haciéndole alguna pregunta o mirando la página que él leía. Con todo, no pudo atraerlo