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supongo que quiere mostrarse severo con nosotras, y el mejor medio de mortificarle será no preguntarle nada.

Pero la señorita de Bingley era incapaz de mortificar en nada a Darcy, y por eso insistió en pretender que explicara los dos motivos a que él aludiera.

—No he de oponerme a explicarlos —dijo él en cuanto se le invitó a hablar—: ustedes eligen ese modo de pasar el rato o porque tienen que hacerse alguna particular confidencia para tratar asuntos secretos o porque saben que sus figuras resultan mejor paseando; si es por lo primero, me interpondría en absoluto en su camino si me unía, y si es lo segundo, mejor las puedo admirar a ustedes sentado junto al fuego.

—¡Oh!, eso es horrible —exclamó la señorita de Bingley—; nunca he oído nada tan abominable. ¿Cómo le castigaríamos por lo que ha dicho?

— Nada más fácil, con sólo que lo pretenda usted —repuso Isabel—. Todos nos podemos atormentar y castigar. Mortifíquelo usted, búrlese usted de él. Usted, que es su íntima, debe saber lo que conviene que se le haga.

—Pues es bien cierto que no lo sé. Aseguro a usted que mi intimidad aun no me ha enseñado eso. ¡Mortificar a un temperamento tan tranquilo, a la misma presencia de ánimo! No, no; creo que no saldría gananciosa con eso; y en cuanto a burlarnos, no habremos de exponernos a hacerlo sin motivo.

Del señor Darcy no se puede una reír.