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—¡Que no se puede una reír del señor Darcy! —exclamó Isabel—. Es una ventaja singular, y espero que singular siga siendo, porque sería gran desdicha para mí tener muchos conocidos así. Me gusta mucho reírme.

—La señorita de Bingley —dijo él—me ha concedido más importancia de la que merezco. El más sabio y el mejor de los hombres, mejor dicho, la más sabia y mejor de las acciones puede tornarse ridícula a los ojos de una persona cuyo primer anhelo de la vida sea la risa.

—Cierto —replicó Isabel— que hay gentes así; pero supongo que no soy de ellas. Creo que jamás ridiculizo lo que es cuerdo y bueno. Locuras y necedades, antojos e inconveniencias son lo que me divierte, y de esas cosas me burlo siempre que puedo. Pero de las tales es precisamente —así lo supongo— de lo que usted carece.

—Acaso no sea eso posible a todos. Pero el estudio de mi vida ha sido huir de semejantes debilidades, que a menudo exponen al ridículo a un buen entendimiento.

—Como la vanidad y el orgullo.

—Sí; la vanidad es en efecto una debilidad. Pero en cuanto al orgullo, donde se dé verdadera alteza de entendimiento estará siempre bien regulado.

Isabel volvió de nuevo a ocultar una sonrisa.

—Supongo que habrá usted concluído de examinar al señor Darcy —dijo la de Bingley—, y suplico a usted que me diga qué deduce de su examen.

—Estoy plenamente convencida de que el señor