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Darcy no tiene pero. El mismo lo reconoce a las claras.

—No —repuso Darcy—; no he tenido semejante pretensión. Poseo suficientes defectos, mas creo que no proceden del entendimiento. Del temperamento no me atrevo a responder; pero creo que eso importa poco, muy poco, al mundo. No puedo olvidar las locuras y los vicios ajenos tan pronto como debiera, ni sus ofensas a mí. Mis sentimientos no se apaciguan a cualquiera tentativa para cambiarlos. Mi temperamento acaso pudiera llamarse suspicaz. Cuando alguien ha perdido mi buena opinión, perdida la tiene para siempre.

—Cierto que eso es un defecto —exclamó Isabel—. El resentimiento implacable es una verdadera sombra en el carácter. Pero usted ha elegido bien su defecto. Realmente no me puedo burlar de él; está usted libre de mí.

—Creo que en todo natural hay cierta tendencia a una determinada maldad, a un defecto, que es nativo y que no siempre puede vencer la buena educación.

—Y su defecto de usted es la propensión a odiar a todos.

—Y el de usted —repuso él con una sonrisa— es el no entenderlos premeditadamente:

—Hagamos un poco de música —exclamó la señorita Bingley cansada de una conversación en que no tomaba parte—. Luisa, ¿no te importa que despierte a Hurst?

Su hermana no opuso la menor objeción y fué