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hasta el día siguiente por lo menos, y así, hasta el día siguiente se demoró la partida. Con todo, a la señorita de Bingley no le agradó la dilación, pues sus celos y desagrado por una de las hermanas excedían en mucho a su afecto a la otra.

El dueño de la casa sí que oyó con verdadera pena que Juana proyectara marcharse tan pronto, y con insistencia le hizo presente que no le convendría por no hallarse bastante repuesta; pero Juana era firme en todo cuanto juzgaba bien hecho.

Por lo que toca a Darcy, la noticia fué bien acogida, pues Isabel había estado ya lo suficiente en Netherfield. Le atraía más de lo que él deseaba, y la señorita de Bingley era con ella descortés y con él más molesta que de ordinario. Con buen acuerdo, resolvió tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna frase de admiración, nada que pudiera despertar en ella esperanzas de que su persona pudiese influir en la felicidad de él, atento a que si semejante idea había acudido a ella, la conducta que mostrase él el último día debía pesar para confirmarla o ahuyentarla. Fiel a sus propósitos, apenas habló diez palabras en todo el sábado, y aunque se les dejó solos durante media hora, se dedicó a su libro y ni siquiera la miró.

El domingo, tras el servicio religioso de la mañana, se verificó la separación, tan grata a casi todos. La cortesía de la señorita de Bingley para con Isabel subió mucho al final, lo mismo que su afecto por Juana, y cuando partían, tras de asegurar a la última el placer que le causaría siempre el verla,