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ñora de Bennet atizaba el fuego. Isabel, que así seguía a Juana por nacimiento como por hermosa, la reemplazó por consiguiente.

La señora de Bennet se percató bien de eso, confiando en que no tardaría en tener dos hijas casadas; y así, el hombre de quien no podía sufrir que se hablase el día anterior quedó hoy elevadísimo en su estimación.

El proyecto de Lydia de ir a Meryton no se había desechado; todas las hermanas, a excepción de María, accedieron a ir con ella, y Collins iba a acompañarlas, a ruegos del señor Bennet, quien estaba muy deseoso de desembarazarse de aquél y tener su biblioteca para sí, porque hasta entonces Collins le había seguido desde terminado el almuerzo, y allí habría continuado, ocupado en apariencia con uno de los mayores infolios de la colección, pero en realidad conversando con el señor Bennet, con muy escasas interrupciones, sobre su casa y su jardín de Hunsford. Todo eso descomponía al señor Bennet de modo extraordinario. En su biblioteca había estado siempre cómodo y tranquilo, y aunque preparado de antemano, según había dicho a Isabel, a encontrar locura y vanidad en los otros departamentos de la casa, habíase acostumbrado a verse libre de semejantes cosas allí. Por eso su cortesía se empleó pronto en invitar a Collins a unirse con sus hijas en su paseo, y aquél, que era en efecto más dado a pasear que a leer, se tuvo por feliz en extremo con cerrar su libro y marcharse.

En pomposas expresiones por su parte y corteses