muchos hombres blancos, descendientes de quienes colgaron la cabeza de Hidalgo y sus compañeros, en los ganchos. Un hombre joven, quien me informó que él era uno de los tres jueces de la Corte Penal menor, amablemente me mostró a través del edificio. Había alrededor de trescientos hombres y muchachos, y treinta, seis mujeres en la Cárcel. Estaban en departamentos contiendo cada uno entre doce y veinticinco, todos viendo al gran patio, iluminados luz y bien ventilados. Trabajaban en la fabricación de zapatos y botas, sombrerería, tejiendo mantas gruesas y sarapes y, fabricando velas de sebo, etc., etc., o asistiendo a la escuela. La sangre blanca parecía predominar entre los prisioneros, todos quienes parecían alegres, limpios, bien alimentados, y cómodos.
Todos los productos de fabrica de clases son vendidos por vendedores ambulantes en la ciudad en los hombros, y hay que tener cuidado de no mirar nada, o estará rodeado en un momento por vendedores ansiosos. Pregunté el precio que un par de espuelas de acero azul con hermosas incrustaciones de plata.
"Seis dólares, Señor, ¿pero cuanto le gustaría dar?"
Las mismas espuelas, en California, costarían al menos veinte dólares, y he visto unas no mucho más finas vendidas por cincuenta dólares.
Miré algunos rebosos, simplemente para conocer el precio, y me ofrecieron algunos buenos por tres dólares, y más finos por seis dólares. Diciéndoles a manera de deshacerme del vendedor, que no eran suficientemente finos, porque mi familia solo usaba seda—¡Dios mio perdóname!—me fui, y una hora más tarde el vendedor me estaba esperando en la puerta nuestra casa, con una docena de seda costosa en