tan a menudo descrito por viajeros y hombres científicos, desde Cortés hasta Humboldt y de Humboldt hacia en adelante. Esto ahora esta empotrada en la pared occidental de la gran catedral de México y puede ser vista y examinado por todo el mundo.
Pero más interesante que esto, es la colección que encontré, yaciendo descuidadamente en montones y sin protección contra las manos de vándalos, en el patio de uno de los antiguos conventos—ahora una escuela para señoritas—cerca de Palacio Nacional. Si esta colección estuviera así desprotegida, a merced de los cazadores de reliquias en los Estados Unidos o Europa, no quedaría una pieza del tamaño de una castaña en cuarenta y ocho horas. La gente que cortó en pedazos infinitesimales, los tres últimos durmientes y los rompieron en fragmentos y se los llevaron, en dos horas, el último riel de hierro del ferrocarril del Pacífico, o aquellas damas(?) que corrieron al lugar en la mesa en que se había sentado el Príncipe de Gales en una ciudad inglesa, hacía unos meses, y se pelearon y lucharon por la posesión de semillas de cerezas que él había escupido de su boca, haría poco trabajo para ellos.
La principal de estas reliquias es la gran piedra de sacrificio, un bloque de lava de grano fino, con forma de una piedra de molino, diez pies de diámetro y más de tres pies de espesor, cubierta con figuras esculpidas en relieve y trabajada elaboradamente en todos lados. En el centro de esta piedra hay una cuenca, de tamaño como un cubo de madera estadounidense ordinario, al que corría la sangre de las víctimas humanas, cuando los sacerdotes del sol, cortaban sus pechos con cuchillos de pedernal y sacaban sus corazones vivos. De esta cuenca un canal cortado el la piedra llevaba la sangre al lado, donde corría hacia un recipiente de piedra grande, que ahora se puede ver