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Julián Juderías

ba una cruz en efecto, pero solo los criados de más confianza lo sabían.

—Una cruz, prosiguió ella, que es una obra maestra de la antigua escuela florentina y que le envió á V. cuando niño su tía Edvigis Skamoiskaya.

También era verdad. Llevaba esta cruz por costumbre adquirida en la infancia y porque á ella iba unido el recuerdo de su tía á quien había querido mucho por más que allá on su fuero interno ni siquiera creia en el Ebre Supréme y solo se inclinaba ante ia razón pura y todopoderosa.

—Príncipe prosiguió Myrrha, en tono aún más bajo, démé V. esa cruz: eso no es más que un prejuicio.

La joven alargó el brazo. Istaba sentada no más que á media vara de él, y su interlocutor veía clara y distintamente los contornos de su pecho á través del ligero y transparente velo que los cubría y que dejaba adivinar hasta el sonrosado de la carne. Myrrha se aproximó al príncipe y sus perfumados y sedosos cabellos rodearon á éste de mágicos efluvios.

—Príncipe, murmuró—déme V. esa cruz. Se lo ruego.

El joven desabrochó maquinalmeute su frac, apartó con temblorosa mano los encajes de su camisa, cogió la cruz, que era maciza, grande y con adornos en relieve y rompiendo la finísima cadena de oro, de que pendia, puso el sagrado símbolo en manos Myrrha.

—Principe, dijo ésta, mirándole fjamente, esto no es más que un prejuicio, una costumbre infantil, pero así y todo si yo le propusiera que arrojase esta cruz al suelo y la pisoteasc ¿lo haría?

La joven lo miraba con centelleantes ojos, los brillantes que adornaban su gentil cabcza formaban á modo de aureola entorno de su frente y en el silencio de la cámara parecían percibirse los la-