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Julián Juderías

briagado aún por la pasión y la felicidad, arrojó su la cruz sobre el blando tapiz y levantó sobre ella el sacrilego pie. En aquel mismo instante abriéronse con espanto sus ojos, tembló su cuerpo y un grito de horror se escapo involuntariamente de su garganta.

Ante él se alzaba una espesa niebla y én medio de ella se destacaba la imágen de Jesús, en todo su dolor, rodeado de la aureola del amor y del perdón. Los ojos del Salvador lo miraban con expresión tan bondadosa y amante, que llegaban hasta el corazón del príncipe, del hombre que osaba levantar el pie sobre el que sufrió muerte cruenta por el amor, por la libertad, por lo más santo que puede darse en la tierra.

El príncipe retrocedió como si una fuerza invisible lo impulsase. Lanzó un ronco gemido; la luz se había hecho en un espíritu y había comprendido que á sus pies yacía aquel que puede únicamente unir todos los pueblos en uno y todas las tribus en una sola familia con la fuerza del amor y de la caridad. La habitación en que se hallaba desapareció de su vista, la mágica beldad del Oriente se ocultó á sus ojos, su amor hacia ella desapareció también, juntamente con el fuego de la pasión que momentos antos dominaba su corazón y su mente; todo le pareció vacío, perecedero miserable, pequeño á la luz esplendorosa y eterna de aquel otro amor infinito.

De pronto la voz de Myrrha resonó en sus oid como si saliese de las tinieblas y viniese de muy lejos.

—¡Apresúrate, apresúrate! decía. La media noche está próxima. De nuevo nacerá él y de nuevo habrá Incha y desesperación.

—No puedo, murmuró Sgaborsky, temblando como si tuviese ficbre.

—No puedes? gritó Myrrha levantándose como