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Julián Juderías

II

La anciana Condesa de *** estaba sentada en sugabinete delante del espejo. La rodeaban tres doncellas, una de las cuales tenía el frasco de coloreto, otra una cajita con horquillas y la tercera una oofia adornada con cintas de color de fuego. La Condesa no tenía la menor pretensión á una belleza desaparecida hacía mucho tiempo, pero conservaba todas las costumbres de su juventud, seguia ouidadosamente las modas del año 1770 y se vestia con la misma lentitud y el mismo esmero que sesenta años antes. Junto á la ventana, sentada al bastidor, se hallaba una señorita, de cuya educación se había encargado la condesa.

—Buenos días, grand'maman, dijo al entrar un oficial joven. Bonjour, Mademoiselle Luiso. Grand, maman, vengo á pedirle á V. un favor.

—¿Qué quieres, Paul?

—Permítame V. que le presente á uno de mis amigos y que le traiga al baile que da V. el miércoles.

—Lo traes al baile y allí me lo presentas. ¿Estuviste anoche en casa de ***?

—¿Cómo no? Estuvo aquella muy bien. Bailamos hasta las cinco de la mañana. Etezkaia cstaba guapisima...

—¡Pero querido!... Qué le encuentras. ¿Se paroce á su abuela la princesa Daría Petrowna? A propósito: ha envejecido mucho la princesa Daría Petrowna?

—¿Cómo si ha envejecido? replicó distraídamente Tomski, si hace lo menos siete años que marió...

La joven levantó la cabeza é h zo una seña al oficial. Este recordó que á la condesa le ocnltaban la muerte de sus contemporáneas y se mordió los.