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Cuentos y narraciones

cartas; ellas triplicarán, multiplicarán mi capital y me darán la tranquilidad y la independencia. Razonando de este modo, llegó á una de las principales calles de San Petersburgo y reparó en una casa de antigua apariencia. La calle estaba llena de coches, que iban acercándose uno tras otro á la puerta cuyo zaguán estaba profusamente iluminado. De los coches asomaba unas veces el diminuto pie de una belleza juvenil, otras la crujiente bota de uniforme, otras en fin, la media de seda y el zapato de baile de un diplomático. Las pellizas y los abrigos pasaban en grupo por delante del majestuoso suizo. Hermann se detuvo.

—¿De quien es esta casa? preguntó al policía que estaba en la esquina.

—De la condesa ***, contestó éste.

Hermann se estremeció. La maravillosa anécdota acudió de nuevo á su mente. Púsose á pasear por los alrededores de la casa pensando en la dueña y en su maravilloso poder.

Volvió ya tarde á su pacifico rincón; tardó largo rato en conciliar el sueño y cuando éste le embargo, soñó con barajas, mesas verdes, fajos de billetes y montones de monedas de oro. Puso las cartas una encima de otra, dobló las puestas con energia, ganó sin interrupción, se guardó el oro en los bolsillos y los billetes en la cartera.

Al despertarse ya muy tarde, suspiró ante la pérdida de sus fantásticas riquezas, salió á pasear por a ciudad y volvió otra vez á casa de la condesa. Una fuerza desconocida le impulsaba hacia ella.

Se paseo y miró á las ventanas. En una de ellasvió una cabecita de negros cabellos, inclinada, sin duda, sobre un libro ó una labor. La cabecita se levantó. Hermann vió un rostro juvenil y unos ojos negros.

Aquel instante decidió su porvenir.