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Julián Juderías

III

Apenas se había despojado Isabel Ivanowna de sa sombrero y de su abrigo, le mando un recado la condesa y dispuso que volviesen á enganchar el coche. Ambas tomaron asiento en él. En el preciso instante en que dos lacayos levantaban á la condesa y la introducían por la portezuela, Isabel Ivanowna, vió á su ingeniero junto á las mismas ruedas, el joven le cogió una mano, su susto fué tan grande que no logró dominarse. El joven desapareció y la carta quedó en manos de ella. La ocultó en un guanto y durante todo el camino ni.vió nada ni oyó nada. La condesa tenía la costumbre de ir haciendo preguntas á cada paso: já quien nos encontramos? ¿cómo se llama ese puente? ¿qué dice ese rótulo? Esta vez, Isabel Ivanowna le contestó sin saber lo que decía y la condesa se en fadó:

—¿Qué te ocurre, hija? ¿Estás dormida? Tú no me oyes ó no me entiendes... A Dios gracias, ao soy tartamuda ni me he vuelto loca...

Isabel Ivanowna no la escuchaba.

Al llegar á casa corrió á su cuarto, sacó la carta del guante; no estaba lacrada. Isabel Ivanowna la leyó. La carta contenía una declaración amorosa; era tierna, respetuosa y parecía estar copiada literalmente de una novela alemana, pero Isabel Ivanowna no sabía alemán y quedó muy satisfecha.

Esto no obstante, la carta que había aceptado la intranquilizó no poco. En primer lugar se ponía en relaciones secretas é íntimas con un joven cuya osadia le infundía pavor. Reprochábase su impremeditada conducta y no sabía qué hacer, si dejar de sentarse á la ventana y á fuerza de indiferencia quitarle todo deseo de ulteriores relaciones