se hacia ella le repitió sus palabras al oído. La anciana tampoco le contestó.
—Puede V., prosiguió Hermann, darme la felicidad sin que nada le cueste: sé que le es dado á V. adivinar tres cartas seguidas.
Hermann se detuvo. Al parecer la condesa había comprendido lo que le pedían; parecía como si quisiera buscar palabras para contestar.
Eso es una broma, dijo por último; le juro á V. que es una broma...
—No hay tal, le interrumpió Hermann encolerizado. Recuerde á Chaplizki á quien ayudó V. ádesquitarse.
La condesa se turbó visiblemente. Su rostro reflejó una gran agitación moral, pero al cabo de un instante tornó á la anterior inconsciencia.
¿Puede V. decirme qué tres cartas son esas?
preguntó Hermann.
La condesa no contestó; Hermann prosiguió.
A que conduce tanto misterio? ¿Lo guarda Vpara sus nietos? Son ya bastantes ricos sin eso y ni siquiera conocen el valor del dinero. A un dilapidador, de nada le sirven esas cartas. El que no sabe conservar la herencia paterna, muere en la miseria á pesar de todos los esfuerzos del demonio. Yo no soy un disipador; yo se lo que vale el dinero. Sus tres cartas no me perderán... Bueno, qué...
Se detuvo temoloroso esperando la respuesta.
Herman se arrodilló:
—Si su corazón sintió alguna vez amor hacia alguien; si recuerda sus delicias, si alguna vez sonrió feliz junto á la cuna do un hijo, si en su pecho latió alguna vez un sentimiento humano, yo invoco esos sentimientos de esposa, de amante, de madre; yo invoco todo lo que es santo en la vida y le suplico que no me niegue lo que deseo, que me descubra su secreto... ¿Qué interés tiene