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Cuentos y narraciones

El retórico anduvo á gatas buscando la vereda, pero no descubrió más que madrigueras de zorros. Una llanura inmensa por la que no parecía que nadie hubiese transitado jamás se dilataba por todas partes. La soledad reinaba á la par del silencio. Tomás Brut dió voccs que, sin respuesta, ni eco, se apagaron en el espacio. Lo único que oyeron fuó un aullido.

¿Qué vamos á hacer? preguntó el filósofo.

—Quedarnos aquí y pasar la noche á campo, raso; no veo otra solución, le contestó el teólogo encendiendo la pipa de nuevo.

Tomás no pudo adherirse á lo propuesto por su compañero. Tenía la costumbre de devorar todas las noches un pan de dos libras y un par de libras de tocino y su estómago empezaba á reprocharle su negligencia. Es más, los lobos le desagradaban.

—No, Jallava, se apresuró á replicar. ¿Cómo quieres que hagamos semejante cosa? ¿Acaso te cabe en la cabeza que tres cristianos se tiendan sobre el santo suelo á estilo perruno sin tomar el más ligero refrigerio? Más vale seguir andando; quizá topemos con una choza donde nos den aunque no sea más que una copa de aguardiente.

Esta palabra produjo un efecto mágico en el teólogo: escupió y dijo:

Tienes razon; aquí no podemos quedarnos.

Echaron, pues, á andar y grande fué la alegria que experimentaron el oir un ladrido. Cobraron ánimos y dirigiéndose hacia el sitio de donde procedía vieron una luz.

ə —¡Granja tenemos! — exclamó Tomás Brut.

Así, en efecto, aunque pequeña, formada por dos edificios situados en el centro de un rústico vallado. En las ventanas había luz.

Las siluetas de unos cuantos árboles se destacaron de entre las sombras, y á través de las grietas