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Cuentos y narraciones

sus pensamientos se fundían en uno solo: aprovecharse del secreto que le había revelado la anciana.

Pensó en dejar el servicio y en hacer un viaje.

Queria labrar una fortuna en las casas de juego de Paris. La casualidad le evitó estas molestias.

Habia en Moscou una sociedad de acaudalados jugadores presidida por el famoso Chekalinsky que se había pasado la vida con las cartas en la mano, derrochando millones.

Su larga experiencia le había conquistado la confianza de los amigos y su hospitalidad; su excelente cocinero, su carácter amable y su alegría hacían que le respetase la gente. Marchó á San Petersburgo; los jóvenes acudieron en tropel á su casa, olvidando los bailes por tal de jugar á las cartas y prefiriendo las emociones del faraón á los encantos del galanteo. Narumof llevó allí á Hermann.

Cruzaron ambos los espléndidos salones llenos de visitantes. Los generales y los consejeros jugaban al solúst; los muchachos, tendidos en divanes, sorbían helados y fumaban pipas.

En una sala, junto á una larga mesa, alrededor de la cual se apiñaba la gente, estaba sentado el huésped, haciendo de banquero.

Era un hombre de sesenta años, de apariencia respetable, con el pelo blanco, agradable fisonomía y oios centelleantes, animados siempre por grata sonrisa. Narumof presentó á Hermann.

Cheraliusky lo estrechó afectuosamente la mano, le rogó que considerase aquella casa como suya y siguió barajando las cartas.

El juego duró mucho tiempo. Habia sobre la mesa más de treinta cartas. A cada jugada Cheraliusky se paraba un momento para dar lugar á que sus contrincantes hicieran juego, apuntaba las ganancias, atendía cortésmente á los requerimien-