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Julián Juderías

que el amo á quien servían era noble y opulento, y cuyos rostros, cubiertos de cicatrices, revelaban ser gente guerrera y amante de la gloria militar.

—Lo que está escrito, está escrito, murmuró el filósofo al ver á los cosacos y volviéndose hacía ellos exclamó en voz alta: ¡Salud hermanos!

—¡Dios te la conserve, señor filósofo! respondieron.

—¿De modo, añadió Tomás, que voy á tener el gusto de ir con vosotros? ¡Caramba, que coche! exclamó encaramándose en la britchka. ¡Aquí para poder bailar no falta más que la música!

—Algo grande es, en efecto, respondió uno de los oriados, tomando asiento junto al cochero el cual se había amarrado un pañuelo á la cabeza por haberse dejado la gorra en la taberna.

Los otros cosacos, juntamente con el filósofo se acomodaron en el interior del vehículo y se tendieron sobre sacos de objetos comprados en la ciudad.

—Interesante scría saber cuantos caballos tendrían que tirar de este coche si lo cargasen de sal ó de clavos, dijo el filósofo.

El cosaco sentado junto al cochero se puso á reflexionar y dijo: ¡No serían pocos! Después de haber dado respuesta tan satisfactoria se creyó obligado á guardar silencio durante todo el camino.

Grandes cran los deseos que tenia el filósofo de averiguar quién era el propietario á cuya residencía lo llevaban, qué condición tenía, qué se sabía de la joven que en el trance de la muerte se encontraba y qué se decía acerca de su propia persona. No menos deseaba saber cómo se pasaba el tiempo en aquella casa, y así volviéndose hacia sus compañeros de viaje, comenzó á hacerles preguntas. Más ellos, que eran también filósofos, dieron la callada por respuesta y siguieron fumando